.Uno tiene que mantenerse borracho de escritura para que la realidad no lo destruya.

(Ray Bradbury)

jueves, 20 de abril de 2017

~ Una historia más de amor

La casa era preciosa. El sofá, verde, hacía juego con los potos que protagonizaban cada rincón. Una cristalera inmensa te invitaba a leer bajo el sol los libros de una estantería de metal, restaurada, llena de cervezas de importación y películas de autor. La cocina era una de esas colecciones que daba pena ensuciar. ¡Y la habitación! La cama, siempre deshecha, bajo el cielo estrellado de un techo acristalado en sueños. 

En el alfeizar de la ventana más bonita de la calle Princesa, estaba sentada intentando definir un diagnóstico sordo durante una eterna batalla interna. 

Estaba muy conseguida frente a lo que pudiera parecer en nuestro imaginario. Despeinada, ya sin maquillaje, con los poros tan abiertos como sucios y con el derrame ocular que la había caracterizado siempre. Una camiseta, gris, manchada de aceite, le hacía de vestido.

Pero hoy estaba distinta, sí. Las cicatrices que habían dejado quienes habían bordado sus labios habían adquirido un tono aún más cruento. Las grietas habían resquebrajado su piel como un terremoto a una pared, en el continuo, rápido, estrepitoso, silencioso y precioso proceso del *degradamiento. Su pelo, grasiento, sobre su espalda, olía hoy a cóleo muerto.

Hoy «no era su día», no. No había publicado su libro, ni siquiera había aprobado su tesis. No había encontrado a la persona de su vida, ni tan siquiera se había encontrado a sí misma. La última tecla no había sonado aún, ni el toc de la puerta, ni el ‘Hola’, ni el ‘Buenos días’. Alguien había secuestrado a sus palabras y no ella tenía dinero para pagarlas. Alguien había comprado sus inquietudes y las había transformado en cosas, las mismas que hoy la abrazaban al materialismo idílico. Y no había bajado la basura. Tampoco había cumplido su aspiración, ni su inspiración.

Inmóvil, frente a ella, quería dedicarle las palabras más precisas. Las más contundentes y concisas. Invitarla al primer café de la mañana, ese que marca el resto de la jornada. Y quería hacerlo todos los días. Llevarla al cine, a cenar. Presentarla a sus colegas, beber alguna que otra botella de bourbon; cada hora. Quería que la enseñara a escribir, que fuera su inspiración; y su aspiración. Hacerla su causa, implicarla en su vida; quizá dejarla por ella.

Tirársela cada noche, después del desayuno, del aperitivo insulso. Cogerla de la mano en un paseo por el parque. Vanagloriarse de sus valores, tan humanos. Besarla con los ojos cerrados, ciegos.

Frenó. 

Inmóvil, frente a ella, compuso una sonrisa torcida, la mejor que tenía. 

Inmóvil, frente a ella, Disforia.

1 comentario:

.Gracias,