.Uno tiene que mantenerse borracho de escritura para que la realidad no lo destruya.

(Ray Bradbury)

domingo, 12 de abril de 2020

~ La noche que duró dos años.


- Hola, jo, perdona – te dice mientras lidera con sus ojos una disculpa -. Me he perdido buscando las palabras, digo… -rectifica rápido-, las paradas. Las paradas, sí, eso.

Sabes que la rectificación es una puta excusa porque de sobra sabes que ha venido andando. Odia el metro. Pero no te deja hacerle réplica.

- No te voy a hacer perder el tiempo. Sabes que hablar no se me da muy bien -seguía mintiendo-, pero voy a intentar ser lo más transparente posible -su concepto favorito. Te agarras a los pantalones, porque sabes que no vienen curvas, pero sí un nudo en la garganta irreparable, irrepetible, irresistible. Te ve la cara. Se la suda y prosigue.

- Sé que llevas años ahí, soportándome. Pero ha llegado un punto en que no sé cómo comunicarme contigo, siento que estas ahí como una planta que me escucha y crece lenta. Demasiado lenta. Pero es insuficiente. Creía que floreceríamos de la mano. Pero nos dedicamos a ahogarnos entre tanto riego que resultó ser tóxico. Perdimos la confianza.

Es verdad y es triste. Dejamos de atendernos hace mucho tiempo, si es que alguna vez lo hicimos. Una rutina a ritmo de compulsiones marcaba el compás de la vida; era lo único que nos unía. Por primera vez, en mucho tiempo, la escucha era activa. Le das la razón, pero sólo en tu cabeza. Continúa hablando.

- Me sentía en completa soledad. Física y emocionalmente. Quizá siempre estuve así. Desde que te conocí, ese momento en que no supimos romper el puto hielo y aún así seguimos patinando. Literalmente, casi. Con medias verdades que nos llegaban por otros. Y hasta hoy, que no sé ni lo que somos.

A ti también te preocupaba y te preocupa. Las etiquetas nunca fueron lo vuestro, pero eso no podía ser un escudo contra todo lo demás. Sabes que pasados los 25 hay que dejarse de gilipolleces, apostar por lo que crees, lo que quieres, ser… transparente. Mientras construyes un relato paralelo, el soliloquio continúa.

- Aunque intentáramos engañarnos, haciéndonos creer que estábamos creando nuestro hogar. Un puto hogar de paja que estuvimos a punto de quemar con más de una colilla. Y aún así no lo hicimos. Fue el puto viento, contra todo pronóstico, en un caluroso y quieto día de verano. Tú no estabas en casa, pero se llevó todo mi vacío por delante; me subió a un puto monte y desde allí lo vi todo claro. Te vi, ausente. Y lo entendí todo. Siempre fue una cuestión de percepción. Y, aunque tardara lustros, para mi suerte esta vez no fallé.

Pero sabes que tú sí. Sabes que tú si fallaste. Au(n)s(i)ente. Sabes que sólo hay una solución posible. Entonces, por fin, te decides a hablar.

- Cállate de una puta vez. Sé que no he estado ahí lo suficiente. Que ni siquiera sabías qué coño éramos y que hasta cierto punto nos daba igual. La has puto cagado, por intentar hacerte creer que estaría ahí para ti, siempre. La has puto cagado por llamar al viento y aliarte con él como excusa. La has puto cagado por creer incluso que patinábamos en la misma pista de hielo. Nunca hicimos nada de eso. Nunca estuvimos al lado. Nunca.

Su boca se cierra. Sus ojos también. Baja la mirada, esquiva. Sabe que llevas razón y es lo que más le jode. Lleva toda su puta vida buscando excusas entre las palabras, entre tus libros y el whiskey caro. Pero nunca supo que para encontrarte tenía que ir más allá de la artificialidad.

El puto nudo en la garganta, el nudo irreparable, irrepetible, irresistible, se rompe. Empieza a llorar delante de ti. Le has abierto las puertas del infierno. Pero esta vez, vas a estar a su lado. Como nunca. Nunca mejor dicho.

Desde fuera, la dueña del Shabby miraba divertida la escena entre L.U.T . y la Srta. Niemand en la que había sido la noche más larga que recordaba hasta la fecha dentro del garito nocturno más casposo de la capital. Todo el mundo se había ido. Se acercó a ellas, con una fregona tan empringada de orín como de legía, mientras sonaba la canción de cierre.

- Bonitas, tengo que cerrar -se limitó a decir, con cierta burla.

La Srta. Niemand alzó la cabeza, por fin y la escupió con la mirada. L.U.T. sonrió involuntariamente. Se levantó, la agarró de la cintura como nunca nadie lo había hecho y se la llevó a casa. Estaban juntas. En las puertas del infierno. Pero juntas, por primera vez en la puta vida.

jueves, 22 de marzo de 2018

Punto y final.

Llevaba evitando el momento mucho tiempo, pero era como si la voz de Larado Romo más que cantarle al oído le estuviera invitando al sincericidio. Ya le había pasado otras veces; nada nuevo. La diferencia es que ahora habían pasado 10 años y era la primera vez que había dejado pasar tanto tiempo.

Estaba en el Shabby, al que no iba desde hacía una década. Era el típico garito que había pasado por varios dueños, a cada cual mejor, pero que había mantenido su olor roñoso en la primera parte de la noche así como la deliciosa mezcla entre legía y orín a la hora de echar a la Srta. Niemand.

La batería preguntaba y las cuerdas respondían. Era lo único que importaba en ese momento. Ay, y el cigarrete que le acompañaba en sus labios tan granates como secos. Creo que importaban por igual.

***

Cada vez más cerca de allí, los botines de L.U.T. acompasaban el sonido del metal y de los tacones sobre el adoquín. Ella, mientras, iba haciendo air bass con una botellita de Jim Beam en la mano izquierda. Odiaba perder el tiempo, pero sabía que éste era el momento.

Estaba cerca del Shabby, al que iba menos de lo que le gustaría. Echaba de menos al gilipollas del puertas y a la música rancia de los 80. Volver allí, después de dos lustros, era como regresar al colegio en el que se crió.

Entró, bajó y la vio. Si no fuera la mujer de hielo, quizá se habría estremecido. Pero prefirió pedir su mezcla y observar de la mano de Mr.Beam. Alzó una ceja y se limitó a observar a su cita.

***


jueves, 20 de abril de 2017

~ Una historia más de amor

La casa era preciosa. El sofá, verde, hacía juego con los potos que protagonizaban cada rincón. Una cristalera inmensa te invitaba a leer bajo el sol los libros de una estantería de metal, restaurada, llena de cervezas de importación y películas de autor. La cocina era una de esas colecciones que daba pena ensuciar. ¡Y la habitación! La cama, siempre deshecha, bajo el cielo estrellado de un techo acristalado en sueños. 

En el alfeizar de la ventana más bonita de la calle Princesa, estaba sentada intentando definir un diagnóstico sordo durante una eterna batalla interna. 

Estaba muy conseguida frente a lo que pudiera parecer en nuestro imaginario. Despeinada, ya sin maquillaje, con los poros tan abiertos como sucios y con el derrame ocular que la había caracterizado siempre. Una camiseta, gris, manchada de aceite, le hacía de vestido.

Pero hoy estaba distinta, sí. Las cicatrices que habían dejado quienes habían bordado sus labios habían adquirido un tono aún más cruento. Las grietas habían resquebrajado su piel como un terremoto a una pared, en el continuo, rápido, estrepitoso, silencioso y precioso proceso del *degradamiento. Su pelo, grasiento, sobre su espalda, olía hoy a cóleo muerto.

Hoy «no era su día», no. No había publicado su libro, ni siquiera había aprobado su tesis. No había encontrado a la persona de su vida, ni tan siquiera se había encontrado a sí misma. La última tecla no había sonado aún, ni el toc de la puerta, ni el ‘Hola’, ni el ‘Buenos días’. Alguien había secuestrado a sus palabras y no ella tenía dinero para pagarlas. Alguien había comprado sus inquietudes y las había transformado en cosas, las mismas que hoy la abrazaban al materialismo idílico. Y no había bajado la basura. Tampoco había cumplido su aspiración, ni su inspiración.

Inmóvil, frente a ella, quería dedicarle las palabras más precisas. Las más contundentes y concisas. Invitarla al primer café de la mañana, ese que marca el resto de la jornada. Y quería hacerlo todos los días. Llevarla al cine, a cenar. Presentarla a sus colegas, beber alguna que otra botella de bourbon; cada hora. Quería que la enseñara a escribir, que fuera su inspiración; y su aspiración. Hacerla su causa, implicarla en su vida; quizá dejarla por ella.

Tirársela cada noche, después del desayuno, del aperitivo insulso. Cogerla de la mano en un paseo por el parque. Vanagloriarse de sus valores, tan humanos. Besarla con los ojos cerrados, ciegos.

Frenó. 

Inmóvil, frente a ella, compuso una sonrisa torcida, la mejor que tenía. 

Inmóvil, frente a ella, Disforia.

domingo, 16 de abril de 2017

~ La década en la que se perdió la retórica

Y entonces pasó, un día, sin más. A mes y medio de que la echaran de casa. Estaba en el bar ese, tirada sobre ese colchón que olía a juventud mal llevada y a excesos, mecida por media botella de Bourbon cutre.

Ahora que sonaba el ‘Por qué’ de Envidia Kotxina, se había acordado de que había pasado una década desde que escuchara por primera vez el ‘Acaba ya’ de los madrileños de la mano de él y perdiera su virginidad a la hora de dejar que nadie le recomendara música.

Ahora que sonaba el ‘Por qué’ de Envidia Kotxina, se había acordado de que había pasado una década desde que, por primera vez, alguien le diera un abrazo y perdiera su virginidad a la hora de dejar que nadie le arañara sus emociones.

Ahora que sonaba el ‘Por qué’ de Envidia Kotxina, se había acordado de que había pasado una década desde que, por primera vez, alguien se sentara a escuchar recíprocamente sus gritos sordos y perdiera su virginidad a la hora de dejar que alguien le importaran.

Una década llena de amor a medio cocer, de una confianza trabajada a base de litros que te habrían en canal y de una transparencia construida a base de malas palabras en una plaza frente a lo que había sido un convento.

Una década que parece acabarse. Con gritos de verdad. Con el mierdeo que caracteriza a los recuerdos resentidos. Con los hilos más enredados que trenzados. Con más de 200 kilómetros de por medio. Con una canción, esta vez, de Placebo.

Y entonces pasó, un día, sin más. A mes y medio de que la echaran de casa. Estaba en el bar ese, tirada sobre ese colchón que olía a juventud mal llevada y a excesos, mecida por media botella de Bourbon cutre.

En un momento de lucidez lo vio sentado en el billar, con una luz cenital sobre él, una jarra de cerveza en su mano, media tirada sobre sus pantalones de militroncho y una rota bajo sus pies. Se levantó de un brinco, puso su peor cara de mala hostia y fue hacia él con ganas de partirle la cara. Le odiaba a más no poder.

Lo hizo. Y luego le dio el abrazo más fuerte que había dado en mucho tiempo a nadie. Él casi la tira al suelo con su reacción, le pregunto que qué coño hacía y que quién coño era.

Entonces ella también se preguntó que quién coño era él.