De
tanto rechazarme las manos, acabaste por cortármelas. Yo, sumisa de las letras,
me despeñé en un lodazal paralelo e incomunicado al tuyo, con la misma
intención paliativa que me persigue desde chica mofándose de mí. En realidad no
me supuso ningún problema, porque siempre quise ayudarte o ser algo, que ni
siquiera alguien, para ti. Pero el problema eras
tú y no yo. Quizá no fuera así. Quizá el problema fui yo, por intentar,
banalmente, conocerte, acompañarte, o vete tú a saber qué coño quería ser que
merecieras tú. Quizá el problema fuera yo, por dejar que me minaras la moral,
la autoestima, las ganas de centrarme en mi vida. Quizá el problema fuera yo,
por dejarme de lado a mí misma. Quizá el problema fuera yo, por quererte a ti
de sobremanera. En realidad, no me supuso ningún problema porque siempre quise
ayudarte o ser algo, que ni siquiera alguien, para ti. Y entonces, yo, en un
efusivo intento por echarme por tierra y abandonarme, intenté prorrumpir y estrecharte
con los brazos cruentos y la mente enajenada, como si mereciera(s) la pena. Y
quizá, y sólo quizá, y entre quizases me
asfixié y, sin manos, me dio por escribir con el corazón, mefítico, viciado,
seco.
Y
sólo son quizases, porque sí, el problema
siempre fuiste tú.
Y,
sin embargo, nos encanta agonizar un poco más.
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